El equipo Mapas de Memoria recupera los restos de 26 fusilados del franquismo en Ciudad Real
Natalia Junquera | 24/02/2021
En la cárcel de Almagro (Ciudad Real), un hombre condenado a muerte escribe a los que le sobrevivirán. Se llama Santos Racionero, tiene 24 años y sabe que no cumplirá los 25, pero cuela mensajes de ánimo y mentiras piadosas — “me encuentro bien”; “no necesito tanta leche”; “madre, ahórrese esas caminatas…”— en pequeñas cuartillas o papel de fumar que enrolla y esconde entre la ropa o la cacerola de comida que le lleva su hermana Josefa. Así, cada día, durante tres meses hasta la mañana del 9 de septiembre de 1939, cuando a ella le dicen que no hace falta que vuelva más. Ocho décadas después, María José Bautista, nieta de Josefa, muestra a EL PAÍS ese tesoro de papel: casi un centenar de cartas diminutas redactadas por un joven desahuciado cuya única preocupación es que los suyos “no tengan pena” y sepan que él no les deja “mancha” alguna.
“Esto es la historia de nuestra familia y de mí pasará a mis hijos para que no se olvide. Aquí hay mucho sufrimiento, mucho dolor”, explica María José, emocionándose ante esa correspondencia que Josefa custodió con el cuidado con el que se guarda lo que va a dejarse en herencia. “A mi abuela le rompieron la vida con 21 años. Desde ese momento fue una persona triste”. Los meses de septiembre no se podía celebrar nada en aquella casa. “Si la invitaban a una boda, por ejemplo”, explica su hijo Felipe, “no iba”. “Septiembre no existía”.
No solo el dolor ha pasado de generación en generación, también la admiración, es decir, el amor. “Mi abuela siempre decía que una persona no muere mientras se le recuerda y como su hermano no tuvo descendencia temía que lo olvidáramos. Pero aquí nos acordamos mucho de él y sabemos que murió por la libertad y por la democracia”, recuerda María José, emocionándose de nuevo al mostrar la foto de Santos que preside el salón de su casa.
Es ese sentimiento, que traspasa generaciones, que atraviesa a personas que no llegaron a conocer a las víctimas o que eran muy pequeñas para poder recordar sus rasgos fuera de las fotografías, lo que ha movido al equipo de Mapas de Memoria de la UNED, en colaboración con la Diputación de Ciudad Real, a documentar 53 fosas en la provincia. La de Almagro, conocida como “el corral de los desgraciados”, es la primera de ellas que abren, gracias a una subvención del Gobierno de 28.000 euros, con el grupo de antropología forense de la Universidad Complutense. María Benito, directora de la excavación, explica que llamaban así a este lugar porque los enterramientos están en un anexo al cementerio donde eran arrojados “los fusilados que no habían confesado, las personas que se habían suicidado y bebés sin bautizar”. “Como estaba prohibido entrar”, añade, “los familiares lanzaban flores”.
La exhumación comenzó hace tres semanas, la investigación hace diez años y el deseo de los familiares de recuperar los restos, en el mismo momento en que los mataron, ya terminada la guerra, en una provincia de retaguardia donde no hubo frente ni trincheras, solo denuncias y juicios sumarísimos donde las condenas a muerte se despachaban, algunos días, de diez en diez.
Julián López, catedrático de antropología social de la UNED, ha consultado cientos de ellos. “Una pregunta recurrente en los juicios sumarísimos era: ‘¿Insultaba usted al ejército nacional?’. Las condenas a pena de muerte llegaban a manos de Franco, que tenía la última palabra y aplicaba un criterio discrecional. Cuando empezamos a investigar sabíamos de la existencia de 2.000 represaliados muertos en Ciudad Real. Ahora, tras consultar el Archivo Histórico de Defensa, registros civiles y expedientes penitenciarios, tenemos casi el doble”.
Jorge Moreno, antropólogo y director de Mapas de Memoria, muestra el perfil de las víctimas de esta fosa: “Tenían entre 24 y 56 años. Pertenecían a partidos como el PSOE o el PCE y a sindicatos como UGT o CNT. Son jornaleros, campesinos. Hay un sastre, un médico, un albañil…”. Terminada la Guerra Civil, continuó la represión, una bomba que no mataba, pero dispersó a los supervivientes. Los hijos eran separados y repartidos con otros familiares. Las viudas recorrían grandes distancias buscando trabajo para subsistir. “La mayoría de los fusilados son hombres, pero ellas murieron en vida”, recuerda el antropólogo Julián López.
Regina Robledo, que en junio cumple 86 años, visita la fosa por segunda vez. Este miércoles, acompañada de su marido y sus hijas, sí se ha atrevido a entrar para ver cómo los forenses recuperan, a más de un metro de profundidad, los restos de 26 ejecutados en 1939, entre ellos, su padre, Emilio.
“Yo, cuando venía, miraba por el agujerito”, relata Regina indicando un hueco en la pared del cuarto funerario. “Mi madre nunca se atrevió a venir. Soñaba con mi padre, por las noches creía que la llamaba… Esto le destrozó los nervios”, añade. Ha estado poco tiempo frente a la fosa porque ver los huesos, los cráneos agujereados por arma de fuego, los zapatos y botones… “impresiona”, pero no hay una sonrisa más grande que la suya en Almagro cuando María Benito le pide que abra la boca para extraer la muestra de ADN que permitirá identificar a Emilio Robledo, jornalero, fusilado en noviembre de 1939, a los 35 años, y darle una sepultura digna. “Gracias, gracias, gracias”, repite Regina. Ella tenía apenas cuatro años cuando mataron a su padre y fue su madre quien le contó cómo fue su detención — “Dieron una patada en la puerta. Yo me agarré a la pata de sus pantalones…”— y las duras condiciones de la prisión en la que estuvo siete meses esperando la muerte —”Le pegaban mucho…”—.
Scotland Yard-Almagro
Me parezco, ¿a que sí?”, pregunta, señalando a Emilio en el mural de fotos de los ejecutados que el equipo ha colocado en la entrada de la excavación. Al principio muchas eran siluetas con el nombre. A medida que localizaban a las familias de las víctimas, el equipo las sustituyó por sus rostros. Antes de iniciar la exhumación, pusieron anuncios en medios de comunicación de la zona, redes sociales y en el registro civil para encontrarlas. El pasado viernes localizaron a una más, la de Leoncio Cazallas, concejal del PSOE fusilado a los 52 años. Su foto ya ha sustituido a la silueta.
Nicholas Márquez-Grant, arqueólogo y antropólogo forense de la universidad de Cranfield, ha trabajado en fosas de la primera y la segunda Guerra Mundial y colabora con Scotland Yard en crímenes del presente, pero en Almagro, explica, es imposible no emocionarse. “Estamos en contacto permanente con las familias de las víctimas, que vienen a contarnos su historia. Nuestro objetivo no solo es recuperar restos enterrados clandestinamente, sino recordar quiénes eran y devolverles su dignidad, que dejen de estar abandonados”.
Forenses y antropólogos trabajan juntos en todo el proceso. “Nosotros de fosa hacia arriba”, explica el investigador Jorge Moreno, “y ellos de fosa para abajo”. Por las noches cenan juntos e intercambian avances y sensaciones. Toda esa información la comparten, además, en charlas en institutos para que los chavales conozcan esa parte de la historia que no sale en los libros de texto.
Canje con el cura para desenterrar a una de las víctimas
Uno de los enterrados en el cuarto de los desgraciados, Alberto López, maestro, ya no está en la fosa. En octubre de 1964, su hijo Luis hizo un trato con el cura para que le dejara exhumar los restos a cambio de pintar un cuadro de San Bartolomé para la iglesia. Ya falleció, pero en 2017 habló con en antropólogo Jorge Moreno. “Para mí era una obsesión. No hay un día que no me acuerde de mi padre”, le contó. Tenía 14 años cuando le mataron. La familia escribió a Franco para que conmutara la pena de muerte, pero la carta no llegó a enviarse porque la madre de Luis fue detenida. “La víspera de que le mataran fue a verle. El carcelero, que antes de la guerra vendía sandías, les dijo, con saña: ‘mañana seguís’, sabiendo que ‘mañana’ para mi padre ya no existía”.
Aquel octubre de 1964, tras una hora cavando, Luis encontró a su padre en la caja que sus tíos habían enviado 25 años antes. “Fue horrible. Sacábamos cráneos con tiros. Él llevaba el guardapolvo caqui que usaba para dar clase. Ahora está en un nicho del cementerio con su nombre y apellidos”.
La investigación para saber qué fue de aquellas familias les ha llevado de Ciudad Real a Barcelona, Madrid, Valencia, Jaén… Desde esta última ciudad, Lucrecio de Pradas relata por teléfono a EL PAÍS: “Mi padre tenía diez meses cuando mataron al suyo, y me puso su nombre en su honor. Él y mi abuela apenas hablaban de la guerra por temor a represalias, pero cuando cumplí los 18, mi tía, que estuvo presente en el fusilamiento, me dijo: ‘No quiero morirme sin que sepas la verdad y por qué te llamas como te llamas’. Lo había denunciado un familiar, por envidias. Luego se arrepintió e intentó pararlo todo, pero no le hicieron caso. Fueron a detenerle a casa de su suegra y ella murió ese mismo día de un infarto”.
La familia intentó llevarse el cuerpo de Lucrecio Pradas, fusilado el 25 de octubre de 1939, pero no les dejaron y fue enterrado en la fosa. “Hace 20 años fui por primera vez allí y había hierbas de un metro. Desde entonces, al menos una vez al año, iba a llevar siete rosas, una por cada nieto”, explica Lucrecio. La semana pasada visitó la exhumación. “Se veían los tiros y cada vez que lo pienso me emociono, pero llevo su nombre con mucho orgullo y para mí es una alegría poder enterrarle dignamente”.
“Ya estamos aquí. Ya venimos a por vosotros”, dijo José Barrios, el primer familiar que autorizó la exhumación, al llegar a la fosa abierta. Está muy contento, pero aún le dura el disgusto de un hombre que se acercó estos días a curiosear y ante los huesos dijo: “Algo habrían hecho”. “Todo el mundo tiene derecho a una sepultura digna”, le replica hoy. “A nadie, sea de la ideología que sea, le tiene que parecer mal que los familiares tengamos a nuestros muertos en las condiciones que nosotros estimemos, no con más dignidad que otros, con la misma”.
A la fosa acude todos los días un hombre llamado Hipólito. Un derrame hizo que perdiera memoria y desde entonces por miedo a olvidarse de sus muertos acude cada mañana al cementerio. Ahora, cuando termina, visita a los técnicos de la exhumación para ver si hay algún avance en el rescate de esos 26 hombres. “Me parece muy bien que se haga esto, que se sepa lo que pasó”. Su tío, cuenta, murió en el campo de concentración de Auschwitz. “No se lo merecían”, repite, refiriéndose a todos.